jueves, 18 de febrero de 2016

El inaceptable control preventivo de identidad



"La delincuencia tiene una cierta utilidad económico-política en las sociedades que conocemos. La utilidad mencionada podemos revelarla fácilmente:
Cuantos más delincuentes existan más crímenes existirán, cuantos más crímenes haya más miedo tendrá la población y cuanto más miedo haya en la población más aceptable y deseable se vuelve el sistema de control policial. La existencia de ese pequeño peligro interno permanente es una de las condiciones de aceptabilidad de ese sistema de control, lo que explica porqué en los periódicos, en la radio, en la televisión, en todos los países del mundo sin ninguna excepción, se concede tanto espacio a la criminalidad como si se tratase de una novedad en cada nuevo día"

Michel Foucault, "Las redes del poder" (1976)


En estas últimas semanas mucho se ha hablado en la prensa y en las redes sociales acerca del controvertido “control preventivo” de identidad que se pretende introducir en la llamada “agenda corta contra la delincuencia” que se discute actualmente en el Congreso nacional. El nombre “agenda corta” realmente está muy bien puesto ya que sintetiza la mirada “corta” con que se trata el fenómeno delictivo en general y el uso de la herramienta penal en particular para contrarrestarlo. En esta entrada de blog quiero referirme precisamente a lo inaceptable que resulta este llamado “control preventivo” de identidad por parte de Carabineros de Chile. Pero para que veamos por qué es inaceptable hay que partir con algunas precisiones.

En la legislación actual ya existe un control de identidad que puede practicar Carabineros de acuerdo al artículo 85 del Código Procesal Penal. Este artículo exige que, para practicar el control de identidad, exista un indicio de que el sujeto controlado cometió un delito o un indicio de que se disponía a cometer un delito. Si se acepta que una de las funciones principales de Carabineros es precisamente evitar que se cometan delitos o, en el caso de que ya se hayan cometido, apresar a los delincuentes, la exigencia de un indicio de la comisión de un delito o de que alguien se dispone a cometerlo es consecuente precisamente con esa función, y al mismo tiempo pone una condición al uso de la facultad policial de controlar la identidad, de manera que al no cumplirse la condición Carabineros no debe ejercer la facultad, lo que reduce el actuar discrecional de la policía. Esto último es importante, ya que las funciones policiales de evitar la comisión de delitos y apresar a los delincuentes que los han cometido no deben llevar a extender una suerte de cheque en blanco a la policía en el uso de sus facultades. Un cheque en blanco en este caso sería que Carabineros pudiera controlar la identidad a todo evento y sin que exista siquiera un indicio de la comisión de un delito o de que alguien se apresta a cometerlo.

Pues bien, el llamado “control preventivo” de identidad se acerca precisamente a este cheque en blanco, ya que si bien no permite controlar la identidad a todo evento, exige que apenas exista un indicio de que el sujeto controlado tiene órdenes de detención pendientes, es decir, que se encuentra prófugo de la justicia. Cabe preguntarse qué diablos puede ser un indicio de estar prófugo. Haciendo un esfuerzo imaginativo uno podría pensar que tal indicio podría ser por ejemplo un comportamiento nervioso del supuesto prófugo al percatarse de la presencia cercana de Carabineros. Pero Carabineros no puede realmente dar por sentado que todos los prófugos son tan nerviosos y tienen tan poca sangre fría como para auto delatarse al percatarse de la presencia cercana de sus patrullas. Quizás haya algunos prófugos nerviosos y sin sangre fría que involuntariamente colaborarán con la labor de la policía, pero como ya dijimos Carabineros no puede contar con tan generosa colaboración de aquellos prófugos que si tienen sangre fría y no son nerviosos. Y como no pueden contar con tan generosa colaboración es que necesitan de otro indicio de que se encuentran prófugos. Y aquí la pregunta vuelve a repetirse: si se descartan los nervios y la falta de sangre fría, ¿qué diablos puede ser un indicio de estar prófugo?

Y es aquí donde surge una de las acusaciones más recurrentes contra el llamado “control preventivo” de identidad, y es que se presume (a mi juicio plausiblemente) que la policía recurrirá al fenotipo o al aspecto físico/vestimenta como indicios de que un sujeto se encuentra o no se encuentra prófugo a la hora de practicar un control preventivo de identidad. Ahora bien, ¿por qué cabría presumir eso? Conviene detenerse en este punto un momento. Como ya se dijo anteriormente, una de las funciones principales de Carabineros es precisamente evitar que se cometan delitos o, en el caso de que ya se hayan cometido, apresar a los delincuentes. Así entonces esta función de Carabineros implica que deben buscar, perseguir, apresar, trasladar etc. continuamente a delincuentes. Es decir, Carabineros constantemente está en contacto con delincuentes porque es parte de su trabajo, y este contacto continuo con los delincuentes les permite tener una idea más o menos genérica de cómo lucen los delincuentes, cuál es su fenotipo o aspecto físico/vestimenta. Esta idea bien puede ser vaga pero es la mejor aproximación estadística con que puede contar Carabineros, porque como recién se dijo parte de su trabajo implica estar continuamente en contacto con delincuentes. Por todo lo dicho anteriormente es que me parece plausible que Carabineros recurra al fenotipo o aspecto físico/vestimenta como indicios de que un sujeto se encuentra o no se encuentra prófugo a la hora de practicar un control preventivo de identidad. Y en caso de que alguien pretenda descartar aquello como indicio, y recordando que ya se descartaron los nervios y la sangre fría en general, cabe hacerle la pregunta: ¿Si eso no sirve como indicio, entonces qué puede servir?

Además, desde un punto de vista estadístico el llamado control preventivo es una medida enteramente inútil. De acuerdo a las cifras conocidas, hay aproximadamente unos 66.000 prófugos de la justicia que podrían ser eventualmente apresados al practicarles un control de identidad. Muy probablemente estos 66.000 prófugos incluyen también menores de edad en el rango de entre 14 y 18 años. Si recordamos que los chilenos mayores de 18 años somos en total unos 13.000.000, entonces el porcentaje de prófugos con respecto a la población es de 66.000/13.000.000=0,5077%. Y este porcentaje incluso está sobredimensionado, porque como ya se dijo los 66.000 prófugos muy probablemente incluyen menores de edad, de quienes no se dice que están prófugos sino que tienen causas o condenas pendientes según la responsabilidad penal adolescente, y se está dividiendo esta cantidad solo por el total de chilenos mayores de 18 años y no por el total de chilenos mayores de 14 años que podrían eventualmente estar prófugos y tener causas y condenas pendientes según responsabilidad penal adolescente. Entonces el porcentaje de 0,5077% debería ser corregido a la baja. Para ser “optimistas” dejemos el porcentaje en 0,5%, que de por sí ya es suficientemente bajo como para considerarlo estadísticamente marginal. Entonces la probabilidad de que aleatoriamente Carabineros logre encontrar un prófugo practicando un control de identidad es de un magro y ridículo 0,5%. Para que este porcentaje no sea tan magro y ridículo es que Carabineros debe tener en cuenta los indicios que ya se han discutido, de forma tal que la probabilidad de encontrar un prófugo sea, digamos, un 1% o un 5% o siendo muy optimistas de un 10% en vez de un insignificante 0,5%.

Una mención aparte se la lleva el adjetivo “preventivo” que acompaña al sustantivo “control”. ¿Qué es exactamente lo que se nos quiere hacer creer que se va a prevenir? ¿Acaso se nos pretende hacer creer que este control de identidad va a prevenir que se cometan más delitos? Si este es el caso, es realmente irrisorio que se pretenda hacer creer tal cosa. Y es irrisorio porque ningún delincuente se entregaría literalmente en bandeja a la policía para que controle su identidad como si nada. Por el contrario los delincuentes están “entrenados” para eludir a la policía y escapar de ella, y de hecho eso es precisamente lo que hacen cada vez que cometen delitos y escapan. Si se introdujera una medida como el control preventivo la reacción más plausible de los delincuentes sería evitar circular por lugares donde haya presencia policial, que por lo demás es algo que ya hacen cada vez que se aprestan a cometer delitos, o circular con sumo cuidado para no levantar ninguna sospecha ni entregar ningún “indicio” de que son delincuentes. En el mejor de los casos el control preventivo volvería más cuidadosos a los delincuentes a la hora de circular por las calles. De lo que realmente previene este control es que los ciudadanos circulen libremente por las calles sin tener que tomarse la molestia de que se les solicite mostrar su identificación solo para que la policía compruebe que no son prófugos y les deje seguir su camino.

Pero eso no es todo, porque si bien es impresentable que se le controle la identidad a alguien por el solo hecho de “parecer un prófugo” aunque realmente no lo sea, hay una razón mucho más de fondo que vuelve inaceptable al control preventivo. Y esta razón de fondo es que el control preventivo invierte la carga de la prueba con respecto a la situación de encontrarse prófugo. ¿Qué significa la carga de la prueba? Para responder esta pregunta primero hay que tener claro qué es lo que se desea probar. Y lo que se desea probar en este caso con el llamado control preventivo es que el sujeto controlado NO se encuentra prófugo, ya que al no encontrarse prófugo, situación que corresponde al 99,5% de la población de chilenos, entonces el policía que realiza el control simplemente debe dejarlo seguir su camino. Y es este estándar probatorio lo que constituye una anomalía tanto lógica como procedimentalmente. Lógicamente es una anomalía porque, como bien sabe cualquier persona que haya pasado por un curso de lógica, las negaciones no se prueban, sino que se prueban las afirmaciones, lo que significa que la carga de la prueba recae sobre quien formula una afirmación y no sobre quien formula una negación. Es el que formula una afirmación quien tiene la responsabilidad de sustentarla con pruebas y evidencias, y en caso de que no cuente con tales pruebas y evidencias o de que estas sean insuficientes, entonces se entiende que su afirmación no tiene sustento y por lo tanto es una afirmación falsa. En lógica una afirmación falsa equivale a una negación, pero la negación no se prueba, sino que es la afirmación la que puede o no puede probarse, y cuando no puede probarse entonces lo que tiene lugar es la negación.

Pero además de la lógica hay una dimensión procedimental y deontológica (deontología es un concepto que se utiliza para nombrar a una clase de tratado o disciplina que se centra en el análisis de los deberes y de los valores regidos por la moral) que vuelve todavía más inaceptable al control preventivo. Y es que el estándar probatorio de la situación de encontrarse o no prófugo debería ser análogo al estándar probatorio de la situación de ser culpable o inocente de una imputación de un delito. Cuando se imputa un delito a un acusado, la carga de la prueba recae sobre la parte acusatoria, quien debe sustentar con pruebas y evidencias suficientes en un debido proceso su acusación de culpabilidad, y en caso de que no cuente con tales pruebas y evidencias o de que estas sean insuficientes, entonces se entiende que su acusación  no tiene sustento y por lo tanto es una acusación que no pudo ser probada, y una acusación que no pudo ser probada equivale a decir que el imputado era finalmente inocente, que es por lo demás la presunción que se mantuvo durante toda la investigación. Así entonces la presunción de inocencia es consistente con las reglas de la lógica y además es consistente con las reglas de un Estado de derecho en que, mientras no se logre probar en un debido proceso una acusación más allá de toda duda razonable, entonces se entiende que dicha acusación no tiene lugar y por lo tanto el imputado es inocente. Invertir la carga de la prueba y exigir que sea el imputado el que demuestre su inocencia, además de constituir una aberración lógica, equivale a una negación del Estado de derecho, una negación que constituye abiertamente fascismo.

Es entonces por consistencia procedimental y deontológica, aparte de las reglas de la lógica, que en la situación con respecto a encontrarse prófugo, la carga de la prueba recae sobre la policía. Es el policía quien debe probar que tal o cual sujeto se encuentra prófugo, lo cual por lo demás puede hacer con las herramientas que tiene a su disposición para realizar su trabajo, tales como las bases de datos con las identidades de los prófugos que existen en Chile, por lo que su trabajo debe estar focalizado en dar con el paradero de los prófugos que está buscando, lo cual también puede hacer con las herramientas que tiene a su disposición para realizar su trabajo, y que de hecho hace día a día cada vez que busca y persigue delincuentes por las calles de Chile. No es el ciudadano que no se encuentra prófugo, y que está dentro del 99,5% de la población, el que tiene que mostrar su identificación para que Carabineros compruebe que no se encuentra prófugo y lo deje seguir su camino, sino que es Carabineros quien tiene que dar con el paradero de quienes verdaderamente se encuentran prófugos usando las herramientas que tiene a su disposición para hacer su trabajo. No corresponde que sobre el ciudadano recaiga la presunción de que se encuentra prófugo para que tenga que aceptar que le controlen su identidad y así comprobar que no lo es. Eso es inaceptable, y es análogo lógica y procedimentalmente a presumir culpabilidad en vez de inocencia. No corresponde dejar caer la sospecha sobre la abrumadora mayoría de ciudadanos chilenos para apenas encontrar a un 0,5% que se encuentra prófugo de la justicia. La abrumadora mayoría de ciudadanos chilenos no han cometido un delito ni tampoco tienen órdenes de detención pendientes, por lo tanto no tienen por qué cargar con una sospecha que no les corresponde.

Así entonces cuando algún militante o simpatizante derechista, que comparten la demagogia y el populismo penal de los políticos derechistas que tan fielmente los representan en estas materias, le diga a usted que “El que nada hace nada teme”, usted respóndale que “El que nada hace no tiene por qué aceptar que se controle su identidad precisamente porque no ha hecho nada”, y cuando alguno de esos mismos militantes o simpatizantes derechistas, demagogos y populistas penales como ellos son, le diga a usted que “El control preventivo es solo un control más”, usted respóndale que “El control preventivo no tiene por qué realizarse y es inaceptable porque invierte la carga de la prueba y deja caer la sospecha sobre quienes no corresponde”.

miércoles, 9 de diciembre de 2015

La radical diferencia entre negociación y diálogo


“Debemos aceptar, me temo, que la democracia de los acuerdos fue una anomalía hecha posible por el pragmatismo a regañadientes de la izquierda gobernante de la época, no por la firmeza de sus auténticas convicciones”

Ernesto Silva, “Aire nuevo para Chile. Un recambio necesario”, RIL editores, 2015

Hace unas pocas semanas salió a la venta el libro del diputado de la UDI y ex Presidente de ese mismo partido, Ernesto Silva. El libro contiene una serie de reflexiones interesantes a la luz de los acontecimientos políticos que han acaecido desde el año 2011 a la fecha. Pero hay una sección del libro de Silva que es de especial relevancia porque ahí el diputado se pregunta qué fue lo que sucedió para que la Concertación mutara en la Nueva Mayoría, y por qué muchos de los mismos actores que en años 90 y 2000 se comportaban de una manera hoy se comportan de otra que parece muy distinta hasta el punto de ser irreconocible.

En los comienzos de esta sección el diputado Silva se pregunta y a renglón seguido se responde a sí mismo (página 96)

“¿Hubo realmente una metamorfosis, un cambio de personalidad con rasgos de esquizofrenia? ¿O fue más bien el postergado sinceramiento de lo que la izquierda efectivamente siempre ha creído?

Sinceramiento, sin ninguna duda. Lo que esta izquierda arrepentida viene diciendo y haciendo desde hace más de un lustro refleja las ideas que muchos en la antigua Concertación abrigaban calladamente durante la Transición, pero que no se atrevieron a defender entonces”


Y en la página siguiente el diputado continua con sus disquisiciones afirmando que

“Muchos pensamos que su acelerada mutación era una impostura motivada por cálculos electorales, un devaneo con los grupos extraparlamentarios y un señuelo para los movilizados que habitualmente simpatizan con las ideas más rupturistas porque se sienten marginados del sistema. En suma, un radicalismo beligerante que, en caso de llegar al poder, volvería rápidamente a los cauces moderados de nuestra historia reciente.

En realidad era la izquierda sacándose la máscara de una vez por todas. Tanto la experiencia del gobierno de Piñera como lo visto con su sucesor(a) desde 2014 demuestran que la Nueva Mayoría tiene un proyecto político muy distinto al que encarnaba la Concertación (…) se trata (…) de un retroceso hacia ideas viejas y modelos superados (…) en los que la izquierda nunca dejó de creer, incluso cuando impulsaba los acuerdos de la Transición”


Pienso que el diputado Silva acierta en su diagnóstico, pero cabe hacer un matiz. Lo que el diputado identifica como “la izquierda” se parece más bien al grupo denominado de los “auto flagelantes” durante la Concertación, un grupo que no estaba de acuerdo con continuar administrando el legado de la dictadura sin empujar cambios en sentido contrario, pero que se veía constreñido por las condiciones políticas de ese entonces y no le quedaba otra que seguir participando de los gobiernos de la Concertación, que mal que las les permitía administrar cuotas de poder para sí mismos, a pesar de su descuerdo con el rumbo de esos gobiernos.

Lo que ha sucedido desde el 2011 es que producto de las movilizaciones estudiantiles y de la frontal impugnación de llamado “modelo”, los antiguos auto flagelantes ahora tenían la oportunidad que se les había escapado anteriormente de llevar la voz cantante y desplazar a los denominados “auto complacientes” que habían perfeccionado y profundizado el legado de la dictadura. Eso es lo que se le escapa a Silva, que agrupa a todas las facciones bajo el rótulo de “la izquierda” olvidando esa diferenciación propia de la transición.

Hecha esa precisión, ahora cabe analizar en qué se equivoca el diputado Ernesto Silva en su libro. Para decirlo sin rodeos, el diputado se equivoca en que confunde flagrantemente la negociación con el diálogo, pero esto requiere ser explicado con más detención.

Veamos. Silva comienza quejándose en la página 98 de la intransigencia de la Nueva Mayoría al usar sus mayorías en el Congreso desestimando la oposición de distintos grupos, entre ellos la derecha política:

“Teniendo los votos suficientes, parece creer la Nueva Mayoría, dialogar con los que no los tienen es un mero formalismo para la galería”


Nótese que aquí Silva se refiere a la falta de diálogo con los que no tienen votos suficientes, o sea con la derecha. Y luego en la página siguiente valora que

“Las reformas Constitucionales de 1989 y 2005 (…) jamás habrían sido posibles sin una convicción profundamente enraizada en los protagonistas de que los cambios importantes surgen del diálogo abierto y la negociación responsable”


Y ahora nótese que Silva se refiere al diálogo y a la negociación que estuvieron presentes en las citadas reformas constitucionales. Cabe hacer la pregunta de por qué en el primer caso el diputado se refiere solo al diálogo (como ausencia) y en el segundo se refiera al diálogo y a la negociación (como presencia). La respuesta tiene que ver con una diferencia clave: en el primer caso la derecha no tenía los votos suficientes como el mismo autor señala, y en el segundo caso en cambio si los tenía, y esto cambia la dinámica de ambas situaciones. Al no tener votos suficientes, la izquierda no tenía nada que negociar con la derecha. De hecho, negociar habría sido un absurdo tácticamente hablando ya que la izquierda no necesitaba la aprobación de la derecha para sacar adelante su agenda en el Congreso. En cambio cuando la derecha si tenía los votos suficientes para que, por ejemplo, se aprobaran reformas constitucionales, la izquierda necesariamente tenía que negociar con la derecha para sacarlas adelante, porque de no hacerlo, la derecha simplemente podía votar en contra y hacer fracasar las intenciones de la izquierda.

¿Y qué hay respecto al diálogo? ¿Por qué en el primer caso según Silva el diálogo era un “mero formalismo para la galería” y en el segundo en cambio era “abierto”? Lo primero que hay que decir es que diálogo es distinto a la negociación. Esto puede sonar baladí, pero tiene implicancias que van más allá de la mera semántica. Vamos por parte. El diálogo es, se podría decir, una suerte de imperativo moral en un sentido Kantiano. Ese imperativo moral es el que impele a cada sujeto a reconocer a los otros sujetos con los que dialoga como fines en sí mismos y no como medios. Tratar a los demás sujetos que dialogan como fines en sí mismos implica reconocer a esos sujetos como iguales en el sentido de que aquello que tienen que decir nos interesa y estamos dispuestos a escucharlo, y viceversa. Independiente de que después de escucharlos estemos o no de acuerdo, la actitud inicial es de apertura y de disposición a escuchar mutuamente, y luego de escucharse los sujetos pueden evaluar lo que han escuchado y contrastarlo con sus propias ideas y juicios y evaluarlo para decidir si están de acuerdo o no. Pero esta actitud que hace posible el diálogo requiere de un nivel de honestidad intelectual y de cierta integridad personal que no son fáciles de encontrar con frecuencia.

Una de las mejores descripciones de esta actitud que hace posible el diálogo se puede encontrar en la famosa obra “Sobre la libertad” del filósofo inglés John Stuart Mill, en el capítulo donde precisamente se refiere a la libertad de palabra. En esa obra Mill expresó lo siguiente:

"¿Cómo ha llegado una persona a ser realmente merecedora de que se confíe en su juicio? Ha mantenido su mente abierta a la crítica de sus opiniones y su conducta. Ha adoptado la costumbre de escuchar todo lo que pudiera decirse en contra de ella, de aprovecharlo en tanto fuera justo y de exponer ante sí misma (y, de presentarse la necesidad, ante los demás) la falacia de lo que fuese falaz. Ha sentido que la única manera en que un ser humano puede alcanzar cierta aproximación al conocimiento íntegro de un asunto es escuchando lo que puedan decir al respecto personas con las opiniones más variadas y estudiando cada una de las distintas maneras en que puede ser examinada por las mentes más diversas. Ningún sabio ha adquirido jamás su sabiduría de otro modo, ni se halla en la naturaleza del intelecto humano alcanzar el saber por ningún otro medio. El hábito regular de corregir y completar la propia opinión contrastándola con la de otros, lejos de generar dudas y vacilaciones al llevarla a la práctica, es el único fundamento sólido para confiar justificadamente en ella; pues quien tiene conocimiento de todo lo que (al menos en los casos más obvios) puede decirse en contra de él y ha afirmado su posición contra todos sus opositores (consciente de que ha tratado de encontrar objeciones y dificultades, en lugar de evitarlas, y de que no ha sido refractario a ninguna luz que pudiera haberse arrojado sobre el tema desde cualquier ángulo) tiene derecho a considerar que su juicio es mejor que el de cualquier persona o multitud que no haya pasado por un proceso similar"


Ahora bien, ¿es esta la actitud que normalmente se encuentra en los actores políticos que han protagonizado la transición desde 1990? Me parece que no, en la mayor parte del tiempo. No al menos en la mayoría de ellos o en los más relevantes y protagónicos. De partida, esa actitud propia del diálogo debe ser independiente de que se tengan más o menos votos en el Congreso, porque si depende de eso entonces es una mera farsa o un formalismo para la galería como bien señala Ernesto Silva. Pero ahora uno puede hacerse la pregunta de por qué esto es así, por qué es tan difícil hallar esa actitud en esos actores políticos. En mi opinión, esa actitud es tan difícil de hallar debido a que el Congreso y la política en general tienen mucho más que ver con juegos y pugnas de poder que con una realización del ideal Socrático del diálogo como búsqueda de una cierta verdad, que es en realidad una actividad más propia de los intelectuales y los filósofos que de los políticos como los conocemos contemporáneamente. De hecho, es notoria la separación de las actividades de los intelectuales/filósofos y los políticos. A los primeros se los suele encontrar en lo que suele llamarse “academia” y a los segundos se los suele encontrar en los pasillos del Congreso y demás edificios de los poderes del Estado.

Quizás algunos idealistas podrían decir que el ideal de la política no es ese, que la política no se trata solo de juegos y pugnas de poder, que se trata de buscar el bien del país y un largo etc. de lugares comunes que se escuchan con frecuencia, pero aquí nos estamos ateniendo a lo que la actividad política efectivamente es y no a lo que debería ser. De partida, cuando se habla de política tal como se entiende contemporáneamente uno puede encontrar que se parece mucho más a las caracterizaciones de autores como Max Weber en su famosa conferencia “La política como profesión”, y que dista bastante de lo que se entendía como política en la Grecia clásica. Esto quizás sea una consecuencia inevitable de la evolución desde la antigüedad hacia la moderna sociedad de masas como se conoce actualmente en Occidente. De hecho, otro famoso autor alemán cercano intelectualmente a Max Weber identificó en crudos términos esta característica de la actividad política ya en la segunda década del siglo XX, hace unos 90 años. En su obra “Sobre el parlamentarismo” de 1923, el jurista alemán Carl Schmitt observó que

“La evolución de la moderna democracia de masas ha convertido la discusión pública que argumenta en una formalidad vacía. Algunas normas de derecho parlamentario actual, especialmente las relativas a la independencia de los diputados y de los debates, dan, a consecuencia de ello, la impresión de ser un decorado superfluo, inútil e, incluso, vergonzoso, como si alguien hubiera pintado con llamas rojas los radiadores de una moderna calefacción central para evocar la ilusión de un vivo fuego. Los partidos ya no se enfrentan entre ellos como opiniones que discuten, sino como poderosos grupos de poder social o económico, calculando los mutuos intereses y sus posibilidades de alcanzar el poder y llevando a cabo desde esa base fáctica compromisos y coaliciones. Se gana a las masas mediante un aparato propagandístico cuyo mayor efecto está basado en una apelación a las pasiones y a los intereses cercanos. El argumento, en el real sentido de la palabra, que es característico de una discusión auténtica, desaparece, y en las negociaciones entre los partidos se pone en su lugar, como objetivo consciente el cálculo de intereses y las oportunidades de poder; en lo tocante a las masas, en el lugar de la discusión aparece la sugestión persuasiva en forma de carteles, o bien el símbolo”


¿Después de leer el párrafo anterior, alguien podría negar que esas son precisamente las características de la práctica política chilena desde el retorno a la democracia? Yo al menos no encuentro argumentos ni evidencia para negarlo. Pero hay más. Y es que Schmitt se refiere a las negociaciones interesadas entre grupos de poder (partidos). Y es aquí entonces donde se puede hacer notar la diferencia entre la negociación y el diálogo. Ya se caracterizó al diálogo como una suerte de imperativo moral. Pero la negociación sigue una lógica diametralmente opuesta. La característica principal de la negociación es que es una necesidad estratégica y no un imperativo moral. Se negocia cuando es necesario para lograr un cierto objetivo, pero cuando no hay tal necesidad y el objetivo se puede lograr sin negociar, entonces no tiene sentido negociar. La negociación tiene lugar entre dos o más sujetos o grupos y se caracteriza por el cálculo y la ventaja mutua, en que un sujeto o grupo cede algo a cambio de obtener otra cosa de otro sujeto o grupo. Es una forma del do ut des característico de los contratos, en que dos o más partes negocian entre sí buscando una ventaja mutua, dando algo a cambio de obtener algo, en el entendido de que lo que se obtiene debe ser mayor que lo que se da, para que la negociación llegue a buen puerto.

Esta característica de la negociación como necesidad estratégica para lograr un cierto objetivo sirve como marco conceptual para comprender la evolución política e institucional de Chile desde los años 70. Fue el fracaso de la negociación entre la UP y la entonces oposición en 1973 lo que desembocó en el golpe de Estado del 11 de septiembre de ese mismo año. Ninguna de las dos partes estaba dispuesta a ceder lo que la otra quería, y por consiguiente la negociación fue un fracaso con consecuencias trágicas. Luego del golpe de Estado, la Junta de gobierno asumió el poder casi total (ejecutivo, legislativo y la potestad constituyente, manteniendo el poder judicial como independiente en teoría) y gobernaba emitiendo Decretos Leyes para lo cual solo necesitaba el acuerdo unánime de sus cuatro miembros. Teniendo ese poder casi total, la Junta de gobierno no tenía ninguna necesidad de negociar con nadie para aprobar sus Decretos Leyes, y de hecho casi no hay registros de oposición significativa desde fuera de la Junta que le impidiera aprobar algunos de esos Decretos Leyes. El principal opositor interno a la aprobación de varios Decretos Leyes, el general del aire Gustavo Leigh (muchas veces secundado por el almirante Merino), fue destituido indecorosamente en 1978 por sus mismos camaradas de la Junta en gran parte porque se estaba transformando en un obstáculo para la marcha del gobierno militar con su continua oposición interna.

Entonces siguiendo esa misma lógica, no tiene nada de extraño que la Junta de gobierno en 1980 otorgara al país una nueva Constitución estudiada y redactada primero por un grupo de juristas adeptos ideológicamente al gobierno militar y luego por un Consejo de Estado compuesto por insignes personalidades también adeptas al gobierno militar. La ratificación plebiscitaria de la Constitución original en 1980 ni siquiera alcanzaba a ser un “formalismo para la galería” ya que no existían registros electorales ni un Tribunal calificador de elecciones, por lo que se trataba de un acto plebiscitario que procedimentalmente no pretendía reclamar para sí ninguna legitimidad. La Junta de gobierno no tenía nada que negociar con nadie para imponer y hacer entrar en vigencia la Constitución, y de hecho ni siquiera era necesario que la sometiera a ratificación plebiscitaria, ya que si quería podía imponerla y hacerla entrar en vigencia con la sola firma de la Junta de gobierno. El plebiscito de 1980 ni siquiera fue un formalismo, a lo más fue una especie de maniobra publicitaria o de propaganda. De hecho, cuando el ex Presidente Eduardo Frei Montalva emplazó al general Augusto Pinochet a un debate abierto días antes del plebiscito, el gobierno militar simplemente desechó el emplazamiento. Pinochet no necesitaba debatir con Frei y no tenía por qué hacerlo si no quería.

Uno podría pensar que en 1989 Pinochet y la Junta podrían haber repetido la misma forma de actuar de 1980 y ahora negarse a modificar la Constitución en lo más mínimo, pero a fines de la década de 1980, la situación y la dinámica política eran un tanto distintas que a comienzos de la misma. Fue el mismo Patricio Aylwin quien admitió en 1984 que la Constitución de 1980 debía ser aceptada como “un hecho” por la entonces oposición. Esa misma aceptación fue la que los llevó a participar del plebiscito de 1988 ya que era la única forma de derrotar a Pinochet “por las buenas” y valiéndose de los instrumentos que el mismo Pinochet y la Junta permitían para ese fin. Y además en 1989 los adeptos del gobierno militar ya estaban organizados como partidos políticos, siendo uno de ellos Renovación Nacional. Ese partido realizó una mediación activa entre el gobierno militar y la oposición. En este sentido me parece plausible la tesis que plantea Tomás Moulian en su excelente libro Chile actual. Anatomía de un mito (1997). Según esa tesis “Renovación Nacional consiguió el propósito de convencer a los militares de una estrategia de cambios sin desmantelamiento, ganando con ello una imagen liberalizadora”. ¿Cuál era el objetivo de realizar esos cambios sin desmantelamiento? Me permito volver a citar a Moulian

“Estamos ante una derecha que, aprovechando una coyuntura especial en la cual la Concertación necesitaba negociar, estuvo dispuesta a realizar una mediación activa. Pero lo hizo, como los hechos posteriores se han encargado de demostrarlo, para impedir que los resguardos y protecciones excesivas deslegitimaran al Estado. Su objetivo real era eliminar las sobreprotecciones, para evitar (como lo advierte el refrán popular) que el exceso de cuidados terminara por matar al paciente” (…)

“Los cambios estuvieron destinados, más que nada, a garantizar la gobernabilidad futura, purificando para ello la Constitución, limándole aristas, extrayéndole las disposiciones más cavernarias. Todo esto para dejar intactas las instituciones que aseguraban el veto minoritario y la imposibilidad de reformas no consensuadas tanto del sistema político como del modelo socioeconómico”


Según Tomás Moulian entonces la reforma Constitucional de 1989 consiguió eliminar los resguardos excesivos que hubieran podido “matar al paciente por exceso de cuidados”, ya que “la exasperación de la nueva élite dirigente ante la imposibilidad de gobernar por la oposición del senado” habría dado motivos “para que se gestara un ánimo masivo de ilegitimidad”. Y al mismo tiempo al disminuir el peso político relativo de los senadores designados disminuyendo su proporción respecto a los electos la derecha podía aumentar su propio peso en la toma de decisiones.

Entonces recuperada la democracia en 1990 la situación era tal que la izquierda (Concertación) tenía que buscar votos de la derecha en el senado incluso para aprobar leyes por mayoría simple, ya que con el auxilio de los senadores designados por Pinochet el derechismo en bloque sumaba la misma cantidad de senadores que la izquierda. Para qué decir si se trataba de aprobar leyes que requerían quórums de 4/7 o reformas a la Constitución por 3/5 o 2/3. Para lograr sus objetivos de gobierno la izquierda necesariamente tenía que negociar con la derecha, porque de lo contrario la derecha siempre podía recurrir al expediente de votar en contra en bloque y hacer fracasar cualquier iniciativa legislativa de la izquierda que no contara con su aprobación.

Por eso es que cuando Ernesto Silva ensalza que “los cambios importantes surgen del diálogo abierto y la negociación responsable” refiriéndose a las reformas Constitucionales de 1989 y 2005, en realidad debería omitir el “diálogo abierto”, ya que durante toda la transición lo que había era pura negociación entre grupos de poder tratando de obtener ventaja mutua y haciendo cálculo de intereses, tal como describió Carl Schmitt en “Sobre el parlamentarismo”. Por supuesto que los grupos de poder que negocian también tienen que hablar o conversar entre ellos, ya que de otra forma no podrían negociar. Pero hablar o conversar entre ellos buscando la ventaja mutua y el cálculo de intereses es muy distinto a dialogar en un sentido Socrático o en el sentido que destacaba John Stuart Mill en “Sobre la libertad”. Hablar o conversar como parte de una negociación está supeditado a que exista la necesidad estratégica de negociar, porque en caso contrario no hay nada que negociar ni tampoco nada que hablar o conversar para buscar la ventaja mutua y el cálculo de intereses.

De lo que Ernesto Silva en ningún momento se da cuenta es que el “diálogo” al que se refiere en realidad se trataba de hablar y conversar como parte de la necesidad estratégica de negociar, por eso no tiene nada de raro que al no existir la necesidad estratégica de negociar no haya ningún “diálogo” y Ernesto Silva se lamente de que “Teniendo los votos suficientes, parece creer la Nueva Mayoría, dialogar con los que no los tienen es un mero formalismo para la galería”. Un diálogo Socrático o en el sentido que destacaba John Stuart Mill no depende de cuantos votos se tengan en el Congreso, como ya se dijo anteriormente, porque si depende de eso entonces es una farsa o un mero “formalismo para la galería”. Esta misma confusión de Ernesto Silva respecto al tipo de “diálogo” que se practicaba durante la transición, podría explicar su omisión de que lo que se hacía en el Congreso no era precisamente contrastar argumentos a favor y en contra de tal o cual iniciativa legislativa, con la disposición a convencer y a ser convencido de los méritos y deméritos de las posturas propias, sino que como describía Carl Schmitt

“Los partidos ya no se enfrentan entre ellos como opiniones que discuten, sino como poderosos grupos de poder social o económico, calculando los mutuos intereses y sus posibilidades de alcanzar el poder y llevando a cabo desde esa base fáctica compromisos y coaliciones”


Otra notoria omisión de Ernesto Silva cuando alaba la llamada “democracia de los acuerdos” es que no se refiere a la aguda tensión de los primeros años de la transición, con la presencia siempre amenazante de Pinochet como comandante en jefe del Ejército, con el temor siempre latente de una regresión autoritaria si las cosas no resultaban como se esperaba, y con el tutelaje castrense que se hacía sentir cada vez que los militares podían convocar por su cuenta al Consejo de Seguridad Nacional. La situación en esos años se asemejaba a la que enfrenta un paciente que recién ha salido de la UCI y sigue bajo continua observación y cuidado de los médicos sin ser dado de alta, por lo que el paciente y sus médicos deben tener extremo cuidado para que no vuelva a caer a la UCI. El diputado simplemente omite todo este contexto y señala que (página 99)

 “Los logros de la hoy vapuleada democracia de los acuerdos siguen siendo objeto de análisis político e investigación académica en varios rincones del mundo, ya que su diseño y su praxis no solo permitieron viabilizar la experiencia inédita de retornar a la democracia por la vía de las urnas, sino que hacerlo en un clima de paz, sin afectar el crecimiento y sin grandes altibajos en el camino. Por eso los politólogos y los historiadores hablan del caso chileno, un ejemplo de progreso económico y social del que otras naciones en vías de desarrollo pueden aprender”


Seguramente la aguda tensión de los primeros años de la transición, la presencia amenazante de Pinochet y el miedo a una regresión autoritaria, y el tutelaje castrense también pueden ser “objeto de análisis político e investigación académica” y los politólogos y los historiadores cuando hablen del “caso chileno” también pueden incluirlos como parte del contexto que define a ese mismo caso. Omitir o, peor aún, desestimar la influencia que este contexto tuvo en la llamada “democracia de los acuerdos” es ceguera e incluso deshonestidad intelectual, porque ya se ha visto el devenir político que ha tenido el país cuando ese contexto ya no ha estado presente. Si alguien no está convencido de esto lo mejor que puede hacer es leer el excelente libro “La historia oculta de la transición” del periodista Ascanio Cavallo, que debe ser el trabajo de investigación más serio que se ha realizado sobre esos años. La transición no solo tuvo una cara visible y color de rosa como la que tanto alaba Ernesto Silva, también tuvo una cara más invisible y color gris de la que usualmente no se habla mucho.

Según el diputado Ernesto Silva “los verdaderos motivos que impulsaron a la izquierda a inclinarse por determinadas políticas mientras condujo la transición” no eran el supuesto veto derechista en el Congreso, sino que

“Para dar un solo ejemplo, ni la derecha ni ‘los ricos’ le forzaron la mano a la Concertación cuando hubo que normar la educación; fueron los avances sin precedentes en acceso y cobertura los que la convencieron de estimular la iniciativa privada para seguir logrando mejoras”


Esto puede ser cierto, pero lamentablemente Silva da un solo ejemplo para sostener su punto, y luego vuelve a insistir en que

“A pesar de eso, el discurso de la nueva izquierda arrepentida era ‘quisimos hacer mucho más, pero teníamos las manos atadas’. En su radical y equivocada reinterpretación de las cosas, la voluntad de la mayoría de chilenos había estado secuestrada por los intereses de unos pocos durante casi 25 años”


Aquí sin embargo Silva tiene un punto, ya que si de la “voluntad de la mayoría de los chilenos” se trata, al menos hasta la elección de 2009 los discursos críticos y rupturistas respecto al modelo de desarrollo seguido durante la transición eran marginales y sin peso. Basta recordar las fracasadas y electoralmente insignificantes candidaturas de Gladys Marin en 1999, de Tomás Hirsch en 2005 y de Jorge Arrate en 2009. Pero sin perjuicio de eso, Silva sigue omitiendo el hecho de que la izquierda siempre necesitaba conseguir votos de la derecha para aprobar sus iniciativas en el Congreso, debido al doble efecto de los senadores designados (hasta 2006) y del sistema electoral binominal.

No deja de ser sintomático que una vez terminado el tutelaje castrense y derogados los senadores designados y vitalicios con la reforma Constitucional del año 2005, al año siguiente se escucharon las primeras voces críticas más vociferantes en contra del sistema educativo escolar con la llamada “Revolución pingüina”. Coincidentemente ese mismo año falleció Augusto Pinochet, ya retirado de la vida pública desde su regreso a Chile desde Londres el año 2000. Lo relevante de todo esto es que ya no existía el mismo contexto de aguda tensión cívico militar de los inicios de la transición, ya no existía tampoco la presencia siempre amenazante de Pinochet como comandante en jefe del Ejército con el correspondiente miedo a una regresión autoritaria, ni tampoco existía el tutelaje castrense en el Consejo de Seguridad Nacional auto convocante. No es raro entonces que las marchas callejeras como expresión de descontento de grupos de izquierda radicales comenzaran a aparecer como parte del nuevo contexto político post-miedo, si se le puede llamar de esa forma. La semilla plantada por el movimiento pingüino de 2006 germinó el año 2011 en las masivas y violentas manifestaciones estudiantiles contra el gobierno de Sebastián Piñera enarbolando las banderas del discurso contra la desigualdad y la “educación pública, gratuita y de calidad” como rezaba el eslogan repetido hasta el cansancio.

Mientras la derecha estaba en el gobierno hasta marzo del 2014 y mientras tenía votos suficientes en el Congreso, todavía podía seguir recurriendo al expediente de votar en contra de iniciativas que implicaran cambios importantes del legado institucional de la dictadura, pero una vez perdido el gobierno y luego de la bancarrota política y electoral sufrida en las elecciones parlamentarias del año 2013, recurrir al mismo expediente dejó de ser posible. Y ya no se trataba solo de no tener votos suficientes en el Congreso, sino que ahora además la izquierda rebautizada como Nueva Mayoría había encontrado la oportunidad perfecta para surfear la ola del descontento y hacer suyas las banderas y consignas del movimiento estudiantil, que ya no era una manifestación marginal como en su momento lo fueron las de Gladys Marin, Tomás Hirsch o Jorge Arrate. Es muy probable que esa haya sido precisamente la oportunidad que los antiguos auto flagelantes habían estado esperando tanto tiempo, y no la iban a dejar escapar así como así.

Esta conjunción de un discurso crítico contra el modelo de desarrollo de la transición con una base de apoyo más amplia, y además contando con mayorías suficientes en el Congreso, era sin duda una oportunidad de oro para la izquierda, por lo que no resulta nada de extraño que la hayan aprovechado, como bien se le escapó al imprudente senador del PPD Jaime Quintana con su infausta frase de la “retroexcavadora”. Por eso acierta el diputado Ernesto Silva cuando en las páginas 96 y 97 se lamenta que

“Debemos aceptar, me temo, que la democracia de los acuerdos fue una anomalía hecha posible por el pragmatismo a regañadientes de la izquierda gobernante de la época, no por la firmeza de sus auténticas convicciones”


Sin embargo esta lucidez parece contradecirse con las alabanzas que hace de la democracia de los acuerdos en la página 98, ya que ahí el diputado destaca que

“Los dirigentes de ambos conglomerados entendieron que, luego de 17 años sin actividad política y legislativa, la capacidad de acercar posiciones y construir consensos iba a ser clave para sacar adelante las reformas que Chile necesitaba por entonces”


¿Entendieron? ¿De ambos conglomerados? ¿Si lo que hizo posible esa “anomalía” fue “el pragmatismo a regañadientes” de la izquierda, como es que puedan haber “entendido” que “la capacidad de acercar posiciones y construir consensos iba a ser clave”? A lo más pueden haber “entendido” que era necesario ser pragmáticos a regañadientes, lo que implicaba acercar posiciones y construir consensos, aunque no fueran esas sus auténticas convicciones. Pero de todas formas si no lo entendían ahí iba a estar el derechismo para hacerles entender recurriendo al expediente de votar en contra en bloque con el auxilio al menos parcial de los senadores designados.

Y así se llegó a la penosa situación en que se encuentra la derecha en el año 2015, en que ya no cuenta con el auxilio de los senadores designados como en los años 90, y en que la izquierda de hoy ya no necesita negociar con ella para aprobar sus iniciativas. Pero sobre todo, en que ya no existe el contexto plagado de miedos y tensiones de inicios de la transición, con Pinochet fallecido hace años, y con la izquierda aprovechando la oportunidad de surfear la ola de las protestas estudiantiles como base de apoyo para llevar adelante reformas mucho más radicales que las que se habría atrevido a plantear en los años 90 o 2000 incluso si hubiera tenido los votos suficientes. No debe ser fácil la situación para los diputados y senadores derechistas, acostumbrados a recurrir al expediente de votar en contra si no negociaban con ellos teniendo votos suficientes, cuando se dan perfecta cuenta de que sus votos ya no son suficientes y están quedando relegados a un rol casi testimonial. Incluso a la UDI se la ve a ratos impotente, acostumbrada antaño a golpear la mesa y a vociferar sus rabietas y pataletas de histeria durante la transición.

Lamentablemente para la derecha recién se han dado cuenta de lo equivocados que estaban. Como el mismo Ernesto Silva declara

“La derecha no supo anticipar el resurgimiento de esta vieja izquierda y sus ideas trasnochadas, quizás porque creyó honestamente que los acuerdos logrados durante la transición reflejaban auténticos consensos entre coaliciones de distinto signo, y no solo concesiones que la Concertación hacía a contrapelo”


Las reflexiones anteriores del diputado revelan el auto engaño de la derecha, que confundió la necesidad estratégica de negociar con “auténticos consensos”. De lo que también debería darse cuenta es que dialogar contrastando argumentos a favor y en contra de tal o cual iniciativa legislativa, con la disposición a convencer y a ser convencido, es bastante distinto que sentarse a hablar o conversar porque existe la necesidad estratégica de negociar. Lamentablemente la práctica política casi no da lugar a ese tipo de diálogo virtuoso, como bien lo describió Carl Schmitt en crudos términos hace 90 años. Pero a pesar de eso, los políticos siempre pueden hacer el esfuerzo de buscar los mejores argumentos y afinar los que ya tienen para elevar el nivel de la discusión, lo que en el mejor de los casos puede llamar la atención de los electores y dejar una buena impresión en ellos, y eso podría eventualmente llevarlos a exigir un nivel de debate más sofisticado en general. Ese puede que sea el mejor esfuerzo que se pueda hacer para que se comiencen a exigir y sopesar razones y se dejen de contar cabezas (votos en el Congreso). Tener una mayoría numérica no es lo mismo que tener la razón, pero para demostrar que no es lo mismo hay que plantear razones (valga la redundancia) y emplazar al adversario a que se haga cargo de ellas.

lunes, 23 de noviembre de 2015

Rothbard y la estrategia para la libertad


La semana pasada mientras revisaba mi TL en Twitter me topé con un tweet de la conocida activista guatemalteca Gloria Álvarez (@crazyglorita) que decía textualmente “El error libertario fue quedarse en la academia y la cafetería en lugar de salir a hablar con la gente sabiendo que jamás leerán a Mises o Bastiat”. Me llamó tanto la atención que lo ReTwittee, y la razón por la que me llamó la atención es porque me hizo recordar el epílogo del libro de Murray Rothbard “Hacia una nueva libertad. El manifiesto libertario”El epílogo de este libro es importante e interesante porque contiene una serie de reflexiones acerca de un asunto que probablemente se ha pasado por la cabeza de muchos quienes nos sentimos atraídos e identificados por esas ideas, a saber ¿Cómo hacer para que nuestras ideas sean predominantes o al menos más aceptadas y así conseguir alcanzar mayores grados de libertad en Chile?

Esa pregunta se relaciona directamente con la suerte de queja de Gloria Álvarez, y es una pregunta muy similar a la pregunta que se plantea Rothbard en el epílogo de su citado libro en términos semejantes. Se preguntaba el autor “¿Cómo podemos alcanzar, desde nuestro actual e imperfecto mundo gobernado por el Estado, el gran objetivo de la libertad?”. La respuesta que Rothbard intenta dar a esa pregunta es importante porque aborda precisamente el mismo asunto al que se refiere Álvarez a modo de queja, a saber, la excesiva preocupación por la academia y el abandono del “contacto con la gente”. Me permitiré citar textualmente en extenso más de una vez al autor porque creo que sus reflexiones sobre este asunto son muy pertinentes y valiosas.

Veamos. Parte Rothbard afirmando que “una condición fundamental y necesaria para la victoria libertaria es la educación: la persuasión y la conversión de grandes cantidades de personas a la causa”. Quizás aquí para algunos podría aparecer el primer problema con la necesidad de persuadir y convertir “grandes cantidades de personas”. Digo problema porque algunos auto denominados libertarios parecen ver, desde una suerte de individualismo un tanto irreflexivo, que “grandes cantidades de personas” es necesariamente un sinónimo de “colectivismo” o de “un rebaño de ovejas”. En verdad no existe tal necesidad de que sea así. Si de lo que se trata es de persuadir y convertir para sumar a la causa, se entiende que la adhesión a la causa debiese ser voluntaria y en ningún caso forzada, ni tampoco debiese ser una adhesión ciega o mecánica propia de un rebaño de ovejas o una adhesión que instrumentalice a los adherentes como lo hace el colectivismo.

Superado ese aparente problema, sigamos con las reflexiones de Rothbard. Aquí me parece pertinente citarlo en extenso:

“Los libertarios deben asumir el compromiso de pensar profundamente y estudiar, poner en circulación libros, artículos y publicaciones teóricas y sistemáticas, y participar en conferencias y seminarios. Por otro lado, una mera elaboración de la teoría no llevará a ninguna parte si nadie se ha enterado jamás de la existencia de los libros y los artículos; de aquí la necesidad de publicidad, eslóganes, activismo estudiantil, conferencias, avisos televisivos y radiales, etc. La verdadera educación no puede proceder sin teoría y activismo, sin una ideología y gente que lleve adelante la ideología.

De modo que, así como la teoría necesita ser puesta en conocimiento de la gente, también requiere personas que porten los carteles, discutan, exciten la opinión pública y hagan que el mensaje llegue al futuro y a todo el público. Una vez más, tanto la teoría como el movimiento resultarán inútiles y estériles uno sin el otro. La teoría morirá en ciernes sin un movimiento consciente que se dedique a promoverla, así como a su objetivo. El movimiento carecerá de sentido si pierde de vista la ideología y la meta a la que se desea llegar. Algunos teóricos libertarios sienten que hay algo impuro o deshonroso respecto de un movimiento vivo, con individuos activistas; pero ¿cómo se puede alcanzar la libertad si no hay libertarios que promuevan la causa? Por otro lado, algunos activistas militantes, en su prisa por llevar a cabo la acción —cualquier acción—, desprecian lo que consideran fútiles discusiones teóricas; sin embargo, su acción se convierte en energía inútil y desperdiciada si sólo tienen una vaga idea de qué es lo que están promoviendo”


Hay mucho que se puede decir de la cita anterior, ya que Rothbard se refiere precisamente al asunto al que se refería Gloria Álvarez a modo de queja en su tweet. Lo primero que se debe decir es que el autor reconoce que se debe “asumir el compromiso de pensar profundamente y estudiar” y también la necesidad de “publicidad, eslóganes, activismo estudiantil, conferencias, avisos televisivos y radiales”. Lo segundo y quizás más importante es que Rothbard reconoce que la teoría y el activismo son complementarios y “resultarán inútiles y estériles uno sin el otro”. Si recordamos la queja de Álvarez, al parecer ella apuntaba a un exceso de academia y una carencia de “contacto con la gente”. En ese sentido tiene razón, pero eso no debe llevar a concluir opuestamente que solo importa el “contacto con la gente” y que la academia puede simplemente obviarse. Recordemos otra vez la extensa cita de Rothbard: “algunos activistas militantes, en su prisa por llevar a cabo la acción —cualquier acción—, desprecian lo que consideran fútiles discusiones teóricas; sin embargo, su acción se convierte en energía inútil y desperdiciada si solo tienen una vaga idea de qué es lo que están promoviendo”.

Y por último lo tercero es que Rothbard utiliza la palabra “ideología”, una palabra que actualmente es muy mal entendida y tergiversada en Chile, principalmente por militantes derechistas y también por algunos izquierdistas. Estos militantes le atribuyen a la ideología un significado enteramente peyorativo para usarla como arma arrojadiza pretendiendo decir “Yo no tengo ideología pero tú sí”, por supuesto partiendo de la estúpida premisa de que la ideología es algo negativo y que tener una ideología es malo. Lo que estos militantes sobre todo derechistas parecen sugerir es que la ideología es una suerte de idea falsa o creencia falsa, pero a eso simplemente se le puede llamar deshonestidad, auto engaño o ignorancia. No hay razón para equiparar la deshonestidad, el auto engaño o la ignorancia con la ideología, a menos claro está que la equiparación sea útil y conveniente para usar la palabra ideología como arma arrojadiza contra quienes tienen posturas políticas contrarias, que es la artimaña a la que frecuentemente recurren (lo sepan o no) los militantes derechistas y también algunos izquierdistas. Conviene a este respecto citar unos pasajes pertinentes del muy interesante libro Chile Actual. Anatomía de un mito del sociólogo Tomás Moulian (1997):

“La razón profunda de la crisis de la política en el Chile Actual proviene de la falsa muerte de las ideologías, perpetrada por una nueva ideología hegemónica que pretende la tecnificación de la política y por ello se encarga de asesinar a las ideologías alternativas (…)

Lo que les ocurre a los críticos de las ideologías es que confunden dos tipos distintos, mezclan en un mismo paquete las ideologías en cuanto utopías, con las ideologías en cuanto sistemas de normatividad política. Efectivamente las primeras pueden desembocar en el fanatismo y en el totalitarismo (…)

Existe pues un tipo necesario de ideología, distinto del de la ideología utópica. Es la ideología en cuanto sistema de normatividad política. Ello significa que él/los grupos políticos elaboran proyectos donde se definen fines preferenciales y donde se vincula presente con futuro. Fines dotados de valor pero sobre los cuales se está dispuesto  a discutir racionalmente, arriesgando que en la lucha política sean otros los que se impongan”.


En cuanto a sistemas de normatividad política, una definición política neutra de ideología puede ser la elaborada por el académico Martin Seliger en Ideology and politics (1976), para quien la ideología es “un conjunto de ideas por las que los seres humanos proponen, explican y justifican fines y significados de una acción social organizada y específicamente de una acción política, al margen de si tal acción se propone preservar, cambiar, desplazar o construir un orden social dado”. En la misma línea, el lingüista Teun Van Dijk en Ideología. Una aproximación multidisciplinaria (1999), entiende la ideología como sistemas de creencias o representaciones sociales generales y abstractas, compartidas por un grupo, que controlan u organizan el conocimiento y las opiniones (actitudes) más específicas del grupo, es decir que desempeñan funciones concretas para los grupos regulando las prácticas, muy especialmente aquellas relacionadas con la competencia por recursos sociales escasos. Por tanto, puede decirse que las ideologías sirven a los grupos y a sus miembros “en la organización y manejo de sus objetivos, prácticas sociales y toda su vida social cotidiana

Volviendo a las reflexiones de Rothbard, otro aspecto que es interesante destacar es la estrategia misma que él concibe en la causa de la libertad. En el campo estratégico, el autor identifica dos falacias importantes que “desvían del camino adecuado”: el “sectarismo de izquierda” y “el oportunismo de derecha”. El problema que ve en los “oportunistas de derecha” es que se limitan a programas estrictamente graduales y prácticos que tienen grandes oportunidades de ser aceptados en forma inmediata, pero corren el peligro de perder de vista objetivos más ambiciosos. Volveré a citarlo en extenso:

Al concentrarse en lo inmediato, contribuyen a destruir la meta fundamental y, por ende, pierden la razón de ser, en primer lugar, libertarios. Si el libertario se niega a enarbolar las banderas del principio puro, del fin último, ¿quién lo hará? La respuesta es que no lo hará nadie, y por lo tanto otra gran fuente de deserción recientemente ha sido el erróneo camino del oportunismo.


Asimismo Rothbard ve como una virtud el sostener posturas “extremistas” ya que al presionar por medidas drásticas se pueden conseguir logros más importantes que si solo se exigen medidas moderadas. Esto tiene sentido, ya que cuando se sostienen demandas de cambio el resultado final generalmente es menos de lo que se esperaba en un comienzo, entonces mientras más exigentes o radicales son las demandas, más se presiona para avanzar en esa dirección. En sus palabras

Con el correr de los años, precisamente el rol del "extremista" es seguir presionando para que la acción diaria se lleve a cabo cada vez más en su dirección.


Otro imperativo estratégico para Rothbard es evitar el gradualismo, ya que según él eso desvía de lo que considera el objetivo principal, que es alcanzar el mayor grado de libertad posible en el menor tiempo posible. Su razonamiento es que siempre se debe alcanzar mayores grados de libertad antes y no después, una postura que se puede calificar como maximalista. El problema con el gradualismo para el autor es que

El gradualismo en la prosecución de la teoría, en realidad socava al objetivo mismo, porque acepta que éste ocupe un segundo o un tercer lugar después de otras consideraciones no libertarias o anti libertarias. En efecto, una preferencia por el gradualismo implica que estas otras consideraciones son más importantes que la libertad.

Pero para Rothbard ese rechazo del gradualismo tampoco significa que los pasos intermedios dados hacia el objetivo sean ilegítimos, y ese es el problema que identifica con el “sectarismo de izquierda”

Mientras los libertarios con demasiada frecuencia han sido oportunistas que perdieron de vista o socavaron su objetivo final, algunos han derivado en la dirección opuesta, temiendo cualquier avance hacia la idea y condenándolo como una absoluta traición al objetivo. La tragedia es que esos sectarios, al condenar todos los avances que no llegan a alcanzar la meta, tornan vano y fútil el objetivo deseado. Por mucho que todos nos regocijáramos si se lograse la libertad absoluta en forma inmediata, las perspectivas realistas de dar ese importante paso son limitadas. Si bien el cambio social no siempre es pequeño y gradual, tampoco se produce de golpe. Por lo tanto, al rechazar cualquier aproximación transitoria hacia el objetivo, estos libertarios sectarios hacen que resulte imposible alcanzarlo. Así, los sectarios eventualmente pueden "liquidar" el objetivo final tanto como lo hacen los oportunistas.

Así entonces se debe evitar caer tanto en el “oportunismo de derecha” como en el “sectarismo de izquierda”. Rothbard identifica como un problema el caer en ambas posturas, lo que puede llegar incluso a que algunos individuos pasen de una postura a otra debido a decepciones previas. Los sectarios de izquierda pueden caer en el oportunismo de derecha buscando algún logro de corto plazo, por haber perseverado inútilmente en su pureza teórica y no haber logrado ningún avance en el mundo real. Y los oportunistas de derecha pueden caer en el sectarismo de izquierda descreditando cualquier fijación estratégica de prioridades hacia los objetivos más ambiciosos, disgustados consigo mismos y con sus compañeros por haber transigido en cuanto a la integridad intelectual y los objetivos últimos. El gran problema para Rothbard entonces es que

Las dos desviaciones opuestas se alimentan y  refuerzan entre sí, y ambas son destructivas en lo que respecta a la principal tarea de alcanzar efectivamente el objetivo libertario.

Así las cosas entonces, “¿cómo saber si alguna medida parcial o alguna demanda transitoria constituye un paso hacia adelante o es una traición oportunista?” se pregunta Rothbard. El autor nos da dos criterios importantes.

1) Que, cualesquiera que sean las demandas transitorias, el fin último de la libertad siempre debe ser el objetivo prioritario; y
2) Que ningún paso, o medio elegido, debe contradecir explícita ni implícitamente el objetivo último. Es posible que una demanda de corto plazo no vaya tan lejos como querríamos, pero siempre debería ser consistente con el fin último; si no, el objetivo de corto plazo funcionará en contra del propósito de largo plazo, y habremos llegado a la liquidación oportunista de los principios libertarios.


Otra pregunta que se hace Rothbard es a quienes se pretende sumar a la causa de la libertad como parte de la estrategia, quienes podrían ser más receptivos a las ideas libertarias, o dicho de otra manera: “¿Dónde está, como dirían los marxistas, la "agencia para el cambio social" que proponemos?”. Aquí las especulaciones del autor están contextualizadas en la realidad estadounidense de los años 70, pero hay cuatro grupos en particular que Rothbard identifica y que podrían considerarse en el caso chileno. Primero, los estudiantes universitarios, porque

La universidad es el ámbito en el que las personas están más abiertas a la reflexión y a la consideración de las cuestiones básicas de nuestra sociedad. Esta juventud enamorada de la coherencia y de la verdad pura, estos estudiantes acostumbrados a un mundo académico donde prevalecen las ideas abstractas, y a quienes aún no preocupan los cuidados y la visión generalmente estrecha de los adultos que deben ganarse la vida, proporcionan un campo fértil para la conversión libertaria.

Quizás esas no son las características de la mayoría de las Universidades chilenas, pero a pesar de eso en algunas Universidades si existen esos espacios de reflexión y consideración de las cuestiones básicas de la sociedad, por lo que podría haber alguna posibilidad aunque sea remota para captar adhesiones. Piénsese por ejemplo en el grupo “Alternativa Libertad” de la Universidad de Los Andes. Que son los únicos por ahora, es cierto, pero no hay razón por la que no se pueda intentar la misma experiencia en otras casas de estudio.

Los otros tres grupos que Rothbard identifica como posibles adherentes son la clase media, y más importante aún, los pequeños y grandes empresarios que no reciben un trato privilegiado desde el Estado. En palabras del autor

A los pequeños empresarios podemos prometerles un mundo donde la empresa sea verdaderamente libre, despojado de privilegios monopólicos, carteles y subsidios ideados por el Estado y el Establishment. Y a ellos y a los grandes empresarios que no forman parte del Establishment monopólico podemos asegurarles que su talento y sus energías individuales tendrán por fin todo el espacio necesario para expandirse y proveer una tecnología mejorada y aumentos de productividad para ellos y para todos nosotros.

Y por último Rothbard también identifica a las minorías discriminadas como posibles adherentes, piénsese por ejemplo en el caso de las minorías sexuales en Chile. Lo que el autor propone para ellos es que

Podemos demostrarles que sólo la libertad garantizará la total emancipación, para que cada grupo desarrolle sus intereses y administre sus propias instituciones, sin impedimentos ni obligaciones impuestas por el gobierno de la mayoría.

En forma genérica, para Rothbard “Cada persona o grupo que valore su libertad o su prosperidad es un adherente potencial al credo libertario”. Pero sucede que en circunstancias más o menos normales, cuando las cosas van bien, la mayoría de la gente no suele interesarse por las cuestiones públicas. Es por eso que el autor ve como una oportunidad para que se produzca un cambio social radical la ocurrencia de una “situación crítica”:

Debe haber un colapso en el sistema existente que exija una búsqueda generalizada de soluciones alternativas. Cuando esta búsqueda se lleve a cabo, los activistas de un movimiento disidente deben estar disponibles para proveer la alternativa radical, para relacionar la crisis con los defectos inherentes al sistema mismo y para señalar cómo el sistema alternativo resolvería la crisis existente y prevendría cualquier colapso similar en el futuro.

Piénsese por ejemplo en las situaciones de países como Brasil o Argentina. De hecho, algo de eso podría explicar el reciente triunfo de Mauricio Macri en las elecciones Presidenciales argentinas. Si bien es muy dudoso que los argentinos de pronto quieran dar un giro radical hacia el liberalismo clásico, y el mismo Macri no ha anticipado cambios radicales en las políticas económicas, si existe una molestia evidente con la forma de administrar el Estado argentino y por lo mismo hay una expectativa de que Macri al menos haga una limpieza de los focos de corrupción más flagrantes dejados por los gobiernos de los Kirchner. El único problema de esta estrategia es que para que tenga lugar, el deterioro puede llegar bastante lejos y causar mucho daño y malestar en el proceso. Pero si se observa la experiencia de muchos países que han virado desde políticas intensamente estatistas hacia políticas con inspiración más liberal clásica, se constata que efectivamente se buscan alternativas cuando la situación ya es crítica y no antes. Es de esperar que en Chile no se espere un deterioro agudo propiciado por la Nueva Mayoría para revertir las reformas que están llevando a cabo. Solo el tiempo dirá que tan lejos va a llegar la Nueva mayoría y si es que un posible gobierno sucesor de signo distinto se atreverá o podrá revertir algo de su legado.

En resumen entonces, las recomendaciones estratégicas de Rothbard pueden resumirse en los siguientes cinco puntos

  1. No despreciar el activismo en su sentido más amplio ni tampoco despreciar la reflexión intelectual, porque ambos son mutuamente complementarios y no mutuamente excluyentes, y se potencian el uno al otro.
  2. No renegar de la ideología atribuyéndole un significado peyorativo. La ideología propia se debe asumir abiertamente y se debe plantear en contraposición a las ideologías contrarias.
  3. No caer ni en el oportunismo de derecha ni en el sectarismo de izquierda. Los logros o pasos intermedios en la expansión de las libertades individuales no deben ser condenados siempre que no se olvide que se buscan objetivos más ambiciosos, o sea una mayor expansión de las libertades individuales, y siempre que esos logros o pasos intermedios no contradigan esos objetivos
  4. Buscar adhesión en grupos como los estudiantes Universitarios, la clase media, las pequeñas, medias y grandes empresas que no reciben trato privilegiado del Estado, y las minorías discriminadas. Y
  5. Estar siempre alerta cuando la situación sea tal que se pueda plantear una respuesta propia y alternativa a los problemas generados por un sistema abiertamente estatista

Y quizás más importante que todo lo anterior, es plantearse objetivos con visión de mediano y largo plazo y no desesperar si no se consiguen logros medibles e inmediatos. Como dice un proverbio chino atribuido a Lao Tzu, “un viaje de mil millas comienza con un solo paso”.